Jung: Dogma, Arquetipo e Inconsciente Colectivo
- Eva Casero
- 18 jul 2018
- 3 Min. de lectura

En su libro Los Arquetipos y lo Inconsciente Colectivo, Jung afirma que el dogma sustituye a lo inconsciente colectivo, formulándolo a gran escala. Por eso la forma de vida católica no sabe en principio de problemas psicológicos en este sentido: la vida de lo inconsciente colectivo está inserta casi totalmente en las ideas dogmáticas, arquetípicas, y fluye como una corriente encauzada en el conjunto de símbolos del credo y el ritual.
Lo inconsciente colectivo, continúa Jung, tal y como hoy lo conocemos, no fue nunca psicológico, porque antes de la iglesia cristiana hubo misterios paganos que se remontaban hasta los nebulosos tiempos del Neolítico. Nunca le faltaron a la humanidad vigorosas imágenes que, con sus fuerzas mágicas, protegían de esa inquietante vida que existe en las profundidades del alma. Las figuras de lo inconsciente se expresaban siempre mediante imágenes protectoras y curativas, siendo así expulsadas al espacio cósmico, extra-anímico.
El tema se complica cuando la iconoclastia (deliberada destrucción dentro de una cultura de los iconos religiosos de la misma y de otros símbolos o monumentos, normalmente por motivos religiosos o políticos) de la Reforma abrió una brecha en la barrera defensiva de las imágenes sagradas: Se dudaba de ellas por contradecir a la razón _ que iba despertando en aquella época _ y por haber olvidado su verdadero significado. O, antes bien, por haberse aceptado sin más la existencia viva de aquellas sacras imágenes, sin duda ni reflexión: igual que hacemos hoy día cuando adornamos los árboles de Navidad; sin saber muy bien lo que significan esas costumbres.
Las imágenes arquetípicas están tan cargadas de sentido que nadie se pregunta lo que realmente significan. Por eso mueren los dioses de cuando en cuando: porque, de pronto, se descubre que no significan nada, que son inutilidades salidas de la mano del hombre, hechas de madera y de piedra.
Es ésa la inclinación que se observa en Occidente, donde se ha venido produciendo de manera continua, desde hace ya varias décadas, una profunda crisis espiritual que trata de paliarse, por todos los medios, bebiendo de nuevas y exóticas fuentes: del budismo, del hinduismo o de cualquier otro movimiento, ajeno a nuestra cultura greco-romana, filosófico y/o religioso, que nos devuelva una espiritualidad, sin la cual, el ser humano se siente castrado en su necesidad de trascendencia.
En este sentido, en Latinoamérica (y no sólo) apunta una tendencia de sentido diametralmente opuesto al observado en Europa. Así, llama profundamente la atención la reformulación religiosa acaecida en el fervoroso continente americano donde, lejos de estar en decadencia, la espiritualidad queda reforzada por una sólida integración de las prácticas indígenas, que desde fuera y de forma ignorante, suelen considerarse, despectivamente, primitivas; con el dogma religioso de la liturgia cristiana, reinterpretada mediante una inagotable creatividad.
Caminando por la Plaza Mayor de la ciudad de Cuzco, durante un viaje que convertía en realidad un sueño perseguido durante años, me sorprendió el más desbordante y efervescente de los desfiles: dirigido a cada uno de mis sentidos sensoriales: color, ritmo, melodía, aroma y exuberancia superlativa, bajo un sol de los que derriten cualquier convicción. Y quizás radique ahí, precisamente, la capacidad de estas gentes en alcanzar, mediante la música, la danza o las sustancias enteógenas estados que algunos denominan alterados de conciencia y para los que yo prefiero el término de expandidos o superiores. Porque la combinación de cualquiera de esos elementos con un calor implacable es capaz de alterar hasta la más firme de las voluntades. Y no digo esto de forma peyorativa, sino todo lo contrario. Ya que, en ocasiones, la única forma de conectar con la parte más divina que habita nuestro ser requiere, simplemente, vencer resistencias y dejarse llevar, fluyendo con ella, en la corriente de la espiritualidad.
Me impregné por completo del calor y del misticismo sublime que, en su sencillez y maravillosa ingenuidad, desprendía aquella masa: acompasada unas veces, arrítmica otras, abrumadora siempre.
Soy contumaz defensora de la integración, del mestizaje y de la mezcla de culturas, épocas, saberes y paradigmas. Enriquecerse con la diversidad que nos conecta a orígenes rara vez enfrentados; casi siempre complementarios ahonda nuestra percepción y expande nuestra perspectiva. Hacerlo sin caer en la infantilización de la espiritualidad es un reto que ha expresado de un modo delicadamente intuitivo Blanca Dakini en su blog personal: “La profundidad quiere sanar pero la superficie no quiere sufrir. El precio de madurar conlleva caminar hasta el centro de la herida, ubicarnos allí, acompañando _ sin expectativas _ a nuestro verdadero sufrimiento; sin dios, sólo con el dolor, grande, cósmico, humano, compartido, enterrado y repudiado durante tanto tiempo”.
Seguimos caminando…
"Las imágenes arquetípicas están tan cargadas de sentido que nadie se pregunta lo que realmente significan." Me ha encantado esta entrada, y especialmente esta frase. Es la primera que leo. Ni que decir tiene que voy a por más. :)
Muy interesante!!!